El monarca sentía una fuerte “inclinación por los placeres sexuales”, y se convirtió en la comidilla de la corte, además, de estar obligado “moralmente” a pagar pensiones vitalicias a sus amantes e hijos. El rey pagaba “hasta dos ducados por noche a cualquier mujer que se acostaba con él (…) y cada vez que el emperador se acostaba con una mujer hermosa no se marchaba hasta haber eyaculado tres veces”.